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Columnistas

Luces sobre las tumbas

Paola Bahamón.

Por Paloma Bahamón – Socióloga- Docente Unab

¿A quién le importa lo que tiene para contar un muerto?

¿A quién, si su posibilidad de descanso eterno debe sacrificarse en pos de un ideal de progreso encarnado en una ostentosa mole de cemento?

Se inauguró el viaducto sobre la carrera novena con calle 45, obra que se ejecutó por 134 mil millones, el doble de lo estipulado, y cuya inversión se justifica porque acortará en 20 minutos la distancia entre el barrio Mutis y el Centro.

También destinaron 12 mil millones de pesos para iluminar al más largo y alto puente urbano de Colombia, creado para ser un ícono de la ciudad, a decir de su director, el ingeniero mexicano Jesús Manzo Suárez. ¡Qué orgullo santandereano!

Pocas personas recuerdan que debajo de esta obra quedó literalmente sepultado el Cementerio Universal; un patrimonio urbano, histórico y cultural fundado por masones en 1910 cuando la intolerancia católica impedía que en sus camposantos fueran enterrados agnósticos, ateos, judíos, evangélicos, suicidas, bastardos y similares.

Allí reposaban personajes tan variopintos y decisivos para la ciudad como Blas Hernández Ordóñez, uno de los primeros directores de Vanguardia Liberal; Daniel Peralta, fundador de la Clínica Bucaramanga o Nubia Otil Ríos; trabajadora sexual suicida, cuya tumba era visitada por quienes le atribuían milagros como a una santa.

Esta necrópolis era un valioso fragmento de memoria urbana. Pero no. Los muertos tuvieron que irse con su riqueza patrimonial a otra parte (a ninguna, en realidad) porque estorbaban para la iconicidad del cemento.

¡Y pensar que los artículos 8 y 72 de la Constitución Nacional establecen que es obligación de las autoridades públicas velar por los patrimonios culturales!

Y claro que los están velando: a punta de 7.820 luminarias en LED de alta potencia.