¿Saben por qué no quiero volver a Cabecera?
José Luis Bohórquez Sossa / Periodista del Barrio
El viernes que pasó, cuando por fin un articulado me depositó en un pequeño orificio abierto en el antiguo espacio público de la treinta y tres con cuarenta y ocho, un extraño presagio me tomó por asalto. (¿Me atracarán?).
Lo primero que tuve que sortear fue una larga maraña de Mazda, Chevrolet, Honda, Yamaha, cuatro por cuatro, atascados en el andén, peleándose con seis señoras que se empeñaban en limpiar su zapatilla del popó de uno de los labradores que recién la pesada tía Pao había sacado a pasear.
(Mi giro fue oportuno, gracias al buen olfato) retomando mi ruta por el antiguo espacio dedicado a los peatones, fui literalmente arrollado por un enjambre de bichos de etnia o, lengua por descifrar, chillidos, manos, zapatillazos, golpe de ala, alitosis, pitos y por audibles voces que de forma nítida y en melodioso sonido cuadrafónico me decían: Shakira, Juanes, encantada, el artista, manzana roja a mil, la verde a tres por dos mil, la ciruela, el durazno de Chile a cuatro mil, el de Boyacá a seis mil, el incienso para atraer el amor y las buenas energías, la original de la selección Colombia, tres sim card por cuatro mil, a cien el minuto sea cual sea el servidor…
No obstante, luché, me abrí paso codo a codo y cuando por fin salí a la cuarenta y nueve con treinta y cuatro, algo así como treinta minutos desde que inicié mi travesía, compuse mi camisa, retoqué mi pelo, puse en orden mi cabeza y di un vistazo a mi morral, todo en orden.
A lo lejos se hallaba mi objetivo, era solo cuestión de tres cuadras, y cuarta y quinta estarían a mi alcance. Pero, la dicha es flor de un día, no habría avanzado más de cuarenta metros, cuando de la parte trasera de un mal parqueado campero, una extraña nube me envolvió, fue algo así como una mezcla de incienso, mirra y oro revuelta con amoniaco, CO2 o no sé qué. Lo cierto es que cuando pude salir de aquella extraña atmósfera, no supe cuánto tiempo pasó.
Era cuestión de conservar la calma, una vez en la esquina, me dirigí al agente que se hallaba allí estacionado:
-Solo cumplo con el deber ciudadano de informarle- le dije.
Admito que me escuchó con atención, sin embargo, solo atinó a decirme que él no podía hacer nada, que eso era asunto de Rafael Horacio y que tal vez de la oficina de espacio público, que él solo vigilaba los que cayeran por el asunto de pico y placa, o, que si quería llamara al CAI de San Pio, que de pronto por allí era la cosa y que ya no más porque no tengo tiempo… Que será de los de Cabecera, pensé.
Después de serpentear por entre motos y carros de todas las marcas y ruidos, por fin estuve en la tienda de quinta donde tenía mi cita.
Una vez llegué… un sonido en mi celular me volvió a la realidad. El mensaje de voz decía: “lo siento, te esperé más de una hora”.
María Paula se había marchado, tal vez al Cacique, La Florida, Caracolí, o, tal vez a una ciudad donde una maraña de carros mal parqueados, vendedores, prestidigitadores, encantadores, funcionarios corruptos y policías negligentes no exista.
Esperé que llegara la noche, desandé los pasos y atrás fui dejando los carcomidos andenes de Cabecera, esta vez habitados por corazones de pera remordidos, semillas de durazno, bandejas de icopor, latas de la marca que patrocina a la selección, el popó de Zuki y el eco lejano, muy lejano de un alcalde que un día digiera: “el espacio público es una prioridad” y todo esto que lo diga un clarividente, pero, en este caso lo vive un invidente.